martes, 6 de marzo de 2007

05 feb 07

lunes, febrero 5

Siguen saliendo detalles y reflexiones

En este mail que me mandaron de La Habana, no su autor – hay que aclararlo – el ex director de la cinemateca de Cuba, Reynaldo González levanta un poco el velo de lo que pasó el 30 de enero en la Casa de las Américas.

UNA PESADILLA SIN PERDÓN NI OLVIDO

Reynaldo González

La tarde-noche del 30 de enero, en la Casa de las Américas, no alcancé a leer las páginas que siguen. Sabía que el diálogo se bifurcaría por las innúmeras asignaturas pendientes de la vida cubana, ya presentes en el inicial intercambio de mensajes. Sin restar importancia e imprescindibilidad a reclamos largamente pospuestos, deseaba subrayar informaciones que desconocen quienes llegaron a la vida pública después de la pesadilla eufemísticamente llamada "pavonato", extendida y afirmada en una variante no menos execrable, el "aldanato". Sus acciones tuvieron como constante la sobrevaloración de los "cuadros" y una consideración peyorativa de los intelectuales y artistas, con el Do de pecho "teórico" de Carlos Aldana al definirnos "las partes blandas de la sociedad". Ellos eran las partes "duras" y sólidas, la gente de confianza, los que "cortaban el bacalao". En artes plásticas preferían los marmóreos arquetipos del realismo socialista estaliniano. En literatura, a poetas también "confiables" y "firmes como el granito", sin excluir a los cuadros de mando, empeñados en que consideráramos poesía su entusiasmo marcial. En narrativa, la "literatura de la violencia" –definición que me deben, pero no su hipertrofia y su exaltación canónica–, y adulones todo terreno. El conjunto era una andanada de katiuskas lanzadas como hosannas a connotados generales soviéticos, más presentes en la mitología propuesta por los mass media que nuestros próceres independentistas. Al convite acudieron talentos emergentes que aprovechaban su hora y momento, instaladísimos y dispuestos a imponer su medrosos engendros, y un ejército burocrático que imponía lo que llamamos "síndrome del misterio". Pero ¿cómo se llegó a tales aberraciones? En las páginas que debí leer ese día, escritas en aluvión, dictadas por el afán de justicia, incluí algunos saltos de gigante. Hoy, previendo que entre muchas cosas de gran importancia se difumine el motivo inicial de la protesta, se las envío y quiero que tengan la mayor difusión posible:

"Quinquenio gris", "decenio negro". Ambas definiciones resultan ineficaces para calificar los comportamientos sectarios y dogmáticos que le generaron un extenso rosario de sufrimientos a la vida cultural cubana. No puede reducirse a una disquisición semántica, que disuelva en farsa lo que vivimos como drama y en algunos casos, como tragedia. Las fechas se desdibujan cuando la resurrección televisiva de algunos de sus culpables golpea la memoria dolida –sin que olvidemos que ésos son mascarones de proa–. Homenajes supuestamente culturales en la televisión alarmaron porque permiten suponer espaldarazos a sus actuaciones pretéritas y una validación de los hechos que les dieron triste notoriedad. La protesta que tales transmisiones despertaron fueron respuestas a una provocación en serie, tras la cual no podíamos menos que apreciar un propósito. En la muy vigilada y politizada televisión cubana sería ingenuo imaginar casualidades, sobre todo cuando se glorificaba a quien ayer se les permitió hechos que la justicia calificó de anticonstitucionales y abusos de poder. La inusual presentación de Luis Pavón Tamayo junto a los dos líderes más altos de la Revolución y el silenciamiento de la etapa en que con saña rigió los destinos de la cultura cubana, semejaron una exculpación. Quienes decidieron, argumentaron y realizaron esos programas, arguyeron que desconocían la figura exaltada. Esa afirmación ya los descalificaría por irresponsables e ineptos, pero no les creímos. La negativa a reconocer públicamente su inoperancia o culpabilidad dio al asunto los más inaceptables tintes de obstinación y de burla. Ya no podíamos verlos sino como culpables e imaginarle al asunto una trama cuyas ramificaciones se nos escapaban. ¿Estábamos ante un intento de resucitar las viejas pesadillas?



Desde el inicio de nuestra vida revolucionaria asomaron tendencias y grupos que entraron en la lidia con diferentes presupuestos estéticos y participaron en un forcejeo por el poder. Representaban —o se amparaban en— programas y convicciones. Un grupo llegó afincado en la aberrada y abortiva práctica cultural soviética, sus teorías y su propaganda. Tenían una organización mejor elaborada y "cuadros" para pescar en río revuelto. Otros grupos, intuitivos e inexpertos, respondían a concepciones artísticas actuantes en el país y en las obras de creadores que vivían nuestra cultura eminentemente occidental y vanguardista. Cuando la definición del carácter socialista de la Revolución privilegió el arte comprometido, fue asumido mayoritariamente por nuestros intelectuales y artistas, que palpitaban en el augural consenso despertado por la Revolución, en la comprensión de que eso no implicaba la imposición de una particular escuela o tendencia, mucho menos las torceduras del realismo socialista, ajeno a nuestra idiosincrasia y a nuestra historia. Pero no estábamos tan desinformados sobre las tragedias vividas por la intelectualidad del Este europeo como para aceptar la obstinación de quienes, acusándonos de extranjerizantes, se apropiaban de espacios definitorios y proponían, ellos sí, fórmulas explícitamente extranjeras bajo el pretexto de servir a los ideales revolucionarios y a la conformación de un pensamiento nuevo. Comprendimos —y sus acciones no dejaron dudas— que no se trataba solamente de concepciones estéticas y que acarreaban otros objetivos bajo el disfraz de la coherencia ideológica. Eran una extensión de la mencionada lucha por el poder. Y ganaron espacios. Sus criterios predominarían en el período negro, cuando cometieron crímenes de lesa cultura, arrollaron, despreciaron y destruyeron. Luego el ambiente no les favoreció y debieron replegarse, pero, se hicieron fuertes en terrenos débiles por inadvertencia, o por connivencia, o —como lo veo— por explícita ineptitud. Esa historia tiene altibajos, vueltas y revueltas que han definido el terreno en ocasiones maquillada de concepciones filosóficas, otras como hojas de servicio, siempre de dogma impuesto. En primer plano, o camuflados, en avances y retrocesos, los representantes de la línea dura han persistido en un forcejeo sinuoso. Una vez alistados, esperanzados en una peculiar y muy delicada coyuntura de nuestra vida política, consideraron que era el momento de emerger para contradecir desembozadamente una línea cultural que procura un diálogo de nuevo tipo. Asistimos a una escalada cuyas escaramuzas más evidentes denunciamos. Algunas habrá que pasaron inadvertidas. Se envalentonaron y supusieron que impunemente podían exaltar sus símbolos y refrescar el fantasma del dogmatismo, que no es una comprensión del arte o de las argucias de la comunicación, sino un empecinamiento en fórmulas que ya demostraron su fracaso. Lo que asombra en los acontecimientos recientes es su enseñoramiento y su altanería revanchista. No creo pertinente reconstruir los pasos que llevaron a la implantación del período nefasto que llamamos "pavonato" y los posteriores intentos para distenderlo, reanimarlo y devolvernos a prédicas que soslayan nuestras tradiciones. Sí les recuerdo que esa tragedia no empezó en 1970, sino que fue armándose laboriosamente, aprovechando los resquicios de actuaciones venales, ególatras, el aturdimiento de novatos y los empecinamientos de grupos que primero atendieron a sus propios intereses y luego se vieron bajo la nube negra de la instrumentalización por parte de quienes en la lidia se mostraron más oportunos. En sus alforjas cargan los razonamientos" que atizaron la creación de la UMAP, las purgas universitarias, las razzias, la instrumentalización de los prejuicios homofóbicos, la intolerancia ideológica como un elemento persistente.



Hubo comportamientos de todo tipo y muy pocos constructivos. Algunos, enseñoreados en el terreno que les tocó, adoptaron poses mesiánicas, se creyeron conductores de vidas y obras. Otros justificaron su inacción con la "disciplina" entendida como la más alta virtud del revolucionario, en olvido del levantisco aserto martiano: "La ley injusta no es ley." Estaban los cumplidores y los conservadores, los insensibles y los indiferentes, los que "cuidaron la silla y miraron por la ventanilla", como dice nuestro pueblo. Esos procederes están muy frescos en la memoria de quienes tenemos cierta edad. Luego vino el silencio, impuesto o tácito, el "por algo será" para ignorar la desdicha de los defenestrados, la advertencia de "no darle motivos al enemigo" y acallar las protestas, la esforzada formación en la experiencia de vivir una revolución y los errores de quienes pudieron oponerse a esos planes y no lo hicieron. Y estaban los adláteres, los que deben sus prestigios a labores de mensajeros, los que no cuenta pero hacen bulto. Es comprensible que existan quienes salieron a la vida cultural en ese tiempo, y los que a tales horrores deben sus nombradías. Ellos callaron, fueron cómplices y algunos no se arrepienten de nada. Debemos entender que formados en tan largo proceso, estén en lugares donde pueden hacer daño. Se les suman los pusilánimes y los acobardados que no creen en el triunfo de la justicia. Están los que todavía escuchan las deshumanizadoras sirenas del estalinismo. Ellos, y no otros, encarnan la enemistad y la intolerancia. Ellos, y no otros, ofenden y desprecian, se atrincheran y actúan alevosamente. Ellos, y no otros, le dieron armas al adversario: recuerden que las políticas sexistas han resultado un bumerán: la umap, la persecución a los homosexuales, la intolerancia programática. El carácter del pavonato lo conocemos todos. Fue la descalificación de quienes pensábamos de manera opuesta, o siquiera matizada, el ordeno y mando, la desactivación de instituciones que eran el orgullo de nuestra cultura y, sobre todo, un criminal desprecio al diferente. Quienes no entrábamos en sus "parámetros" fuimos declarados enemigos merecedores del desprecio público. La UNEAC, institución que debió defendernos, nos dio la espalda. En nombre de esos criterios estigmatizaron, inhabilitaron y apartaron. Un colmo fue que llevaran a fetiches los símbolos que destruían, cuando la homofobia exacerbada los condujo a desarticular el Teatro Nacional de Guiñol y en imitación de los nazis, quemaron los muñecos. Fue la glorificación del machismo, su violencia gratuita, su ensañamiento y bestial pérdida de sentido. Fue la extrema politización. El "tapabocas revolucionario", el silencio impuesto, el miedo, el miedo. Como en el título de una película, el miedo devora el alma, intimida, engarrota. Deberá comprenderse que una posible reivindicación de esos verdugos se tenga como escarnio de la memoria de quienes padecieron ultrajes desde antes y durante el pavonato, revolucionarios y verdaderos artistas como Roberto Blanco, estigmatizado, sometido a un onerosos juicio en presencia de sus colegas, Servando Cabrera Moreno, los hermanos Pepe y Carucha Camejo y el talentoso Pepe Camejo, Raúl Martínez, el iconógrafo de la revolución, Virgilio Piñera y José Lezama Lima, muertos en el ostracismo, y tantos otros. Sus historias individuales no caben en estas apretadas notas. Los dogmáticos apoderados del poder por el que tanto se esforzaron, confirieron posiciones privilegiadas a unos grupos e individuos sobre otros, se ensañaron con quienes no respondíamos a sus patrones modélicos. Determinaron lo correcto o incorrecto, lo legal o delictivo, lo pecaminoso o lo saludable. Implantaron métodos de terror y de persecución, labores policíacas, la delación. Sus criterios elevaron a hegemónicos, no solamente en las concepciones estéticas, sino sobre la vida íntima, vigilada y constreñida, e implantaron la desconfianza como costumbre. Sabemos que daños de esas dimensiones pueden ocurrir por decreto y desde posiciones de fuerza en la cultura, pero no se curan por similares métodos porque lastran a generaciones, inhiben el pensamiento y la acción. Nada devolverá las vidas estropeadas, las vocaciones impedidas, las ausencias provocadas, el miedo sembrado en la mente. El revanchismo, que de nuevo querrá aureolarse de propósito plausible, no puede esconder su verdadera esencia, que es el odio; su verdadera ambición, que es el poder. Estamos aquí para desenmascararlo. Agradecemos que nuestro trabajo se reconozca, pero no hemos perdido la esperanza del "turno del ofendido" de que nos habló un poeta. Quienes denunciamos los actos recientes no albergamos rencores, no nos anima la venganza, no le escamoteamos el sitio a quienes, pensando diferente, puedan ostentar obras que enriquezcan el patrimonio cultural cubano. En afán de justicia intercambiamos mensajes electrónicos con toda espontaneidad, sin organización previa, por un salto de horror, el mismo que dicta estas páginas. Era la vía de que disponíamos, minoritaria frente a la televisión que en cada casa presentó como benefactor a quien dañó gravemente nuestras vidas. No actuamos embozados, ni confabulados. Y advierto que no somos blandos, ni moldeables, ni nos dejaremos confundir con proposiciones tergiversadoras, de cualquier parte que provengan.

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